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lunes, 20 de octubre de 2025

Guerra civil ideología



Muchas veces me he preguntado por qué en el Perú, cada vez que alguien hace algo por mejorar la vida de la gente, surge un sector que lo ataca. No importa si se trata de llevar agua, reparar una carretera, traer buses usados en buen estado o abrir un centro de salud: siempre hay críticas, sospechas y discursos que parecen más interesados en detener las cosas que en reconocer un avance. Es un fenómeno que se repite una y otra vez, y que, a simple vista, parece absurdo. Pero si uno mira más de cerca, se da cuenta de que en la política peruana nada se discute solo por lo que es, sino por quién lo hace y qué representa.

En nuestro país, toda obra tiene una lectura política. No se evalúa si una acción ayuda o no al pueblo, sino a qué partido o persona podría beneficiar. Si el proyecto lo impulsa alguien que pertenece a una corriente política distinta, entonces la obra se convierte automáticamente en un motivo de ataque. No se habla de la necesidad del agua ni del transporte, sino de la supuesta intención de conseguir votos. Todo se interpreta como propaganda, y así se pierde de vista lo más importante: la gente que espera soluciones.

Este comportamiento tiene raíces profundas en nuestra cultura política, marcada por la desconfianza. Después de años de corrupción, promesas incumplidas y uso político de los recursos públicos, el ciudadano ha aprendido a sospechar. El problema es que, en esa desconfianza generalizada, ya nadie distingue entre un acto genuino de servicio y una maniobra electoral. De ese modo, toda acción queda contaminada por la duda, y quienes realmente buscan ayudar terminan siendo atacados igual que los que solo buscan aprovecharse.

También hay que reconocer que en la política y en la sociedad existen sectores que, de manera consciente o no, viven de la pobreza. Mantener a la gente necesitada garantiza la existencia de programas, fondos y estructuras que dependen precisamente de que la desigualdad continúe. La pobreza se convierte en una forma de poder. Mientras haya pobreza, hay discursos, hay movilizaciones, hay donaciones, hay justificaciones para ciertos liderazgos o para la presencia de determinadas organizaciones. Por eso, cuando alguien propone un cambio real, que empodere a las personas y las saque de la dependencia, ese cambio resulta amenazante para quienes se benefician de que todo siga igual.

Esto se puede ver con claridad en el rechazo a soluciones prácticas. Si un gobierno local trae buses usados pero en buen estado para mejorar el transporte, enseguida se oye que son viejos, que son chatarra, que no es digno. Sin embargo, el transporte actual es muchas veces más precario, más contaminante y más peligroso. En lugar de discutir con datos técnicos, el debate se vuelve ideológico. Lo mismo pasa cuando se llevan obras de agua o saneamiento a zonas pobres: algunos cuestionan los métodos, los plazos o los materiales, sin mirar que esas comunidades llevan décadas sin acceso a lo más básico. Pareciera que a veces se prefiere la carencia antes que aceptar que otro pueda lograr lo que uno no hizo.

Sin embargo, también es cierto que muchas de esas críticas no surgen solo por maldad o por deseos de frenar el progreso. Hay casos en los que las obras se anuncian sin transparencia, sin licitaciones claras o con sobrecostos, y eso, naturalmente, genera desconfianza. En un país donde la corrupción ha dejado cicatrices tan profundas, cualquier acción pública necesita ser clara, comunicada y vigilada. Pero esa necesidad de fiscalizar no puede convertirse en un arma para paralizar todo, porque la parálisis también es una forma de injusticia. Mientras los políticos se pelean, la gente sigue sin agua, sin transporte digno, sin oportunidades.

Lo que ocurre, en el fondo, es que en el Perú se confunde la crítica con la oposición absoluta. Criticar debería servir para mejorar, no para destruir. Pero aquí, todo proyecto se convierte en una batalla de relatos: uno dice que construye por amor al pueblo, el otro dice que lo hace por intereses ocultos. Nadie se sienta a discutir cómo se hace mejor, sino cómo impedir que el otro se luzca. La política deja de ser una herramienta de servicio y se vuelve una guerra de egos.

Salir de este círculo vicioso no es imposible, pero requiere madurez colectiva. Requiere que las obras se hagan con transparencia total, que los contratos sean públicos, que los presupuestos estén al alcance de todos y que los ciudadanos tengan canales reales para fiscalizar. También requiere educación cívica, porque un pueblo informado sabe diferenciar entre una ayuda sincera y una manipulación. Cuando hay información, se acaba el miedo y se acaban los discursos vacíos.

La clave está en entender que la pobreza no puede ser un medio para el poder. Nadie debería “vivir de la pobreza”, ni en la política ni en la cooperación internacional. Ayudar debe significar empoderar, no depender. Y toda obra, grande o pequeña, debe verse por lo que aporta, no por quién la firma. Si un político o una autoridad logra que una comunidad tenga agua, luz o transporte, lo justo es reconocerlo, exigirle transparencia y vigilar que cumpla, pero no destruir por destruir. No hay país que progrese atacando a quien hace.

Por eso, cuando veo que se critica todo, pienso que lo que más necesitamos no es más ideología, sino más sentido común y más honestidad. El Perú no se va a salvar con discursos, sino con obras bien hechas, supervisadas y mantenidas por ciudadanos que exijan, pero también que reconozcan. Solo así se rompe el ciclo de la pobreza utilizada como herramienta política. Porque un país no avanza cuando alguien gana poder

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